12 diciembre 2004

Día 21...

Era una tarde fría, él la esperaba con inquietud, ella llegó enseguida, ya casi estaba oscuro, ¿Pero qué importaba?, Eran sólo ellos dos. De repente, él rompió el silencio con un beso; ella no se inmutó, la fina llovizna humedecía su rostro,al igual que su lacio cabello. Entonces, él le habló. Le pidió razones, respuestas, ¡Algo, Maldita sea!, Pero ella sólo lo miraba, esa cortante mirada, más filosa que un cuchillo, todo lo contrario a la suya, que era triste, con sentimiento, una de esas miradas que dejan ver casi todos los momentos tristes y alegres de una vida. Él contemplaba el ya casi estrellado cielo, ¿Qué más podía hacer? Entonces dijo: Es una pena, dejar este cielo, esta vida, este momento; pero, ¡Es que no logro comprenderte! Se miraron, ¡Ella estaba muda! ¡El silencio era una agonía! Él le insistió: Dime, ¿Por qué dejar estas cosas tan bellas? Pero ella no le contestó, sólo lo miró. Una ráfaga de viento helado los atravesó, ella se estremeció, y él, delicadamente, la tomó en sus brazos, para aprisionarla, e impedir que se fuera. Pero ella seguía repitiendo que debían irse, que ya nada podía hacerse, que era irremediable, que no tenía más fuerzas. Él tragó saliva, pensó un momento, le pidió quedarse, aunque sea, que le diera un poco más de tiempo, ¡Por favor! ¡Unos instantes más! Todo iba muy rápido, ella se apartó de él, empezó a caminar, él la quiso detener, trastabilló, cayó al piso de rodillas, casi le suplicó, pero era más fría que el hielo, sólo le repetía una y otra vez: Ya no es posible, ¡Te he dado suficiente tiempo! ¡Acéptalo, y levántate! Terminando estas palabras, le disparó su mirada más cruel, a lo que él, lo único que pudo hacer, fue levantarse y con su cabeza gacha, suspirar, ¡Es que no podía creer!, Todo estaba por acabar, las tardes lluviosas, los amaneceres y los ocasos. Al principio, ella le había resultado atractiva, pero por supuesto, si nadie nunca se resistió a ella, si decidía que era momento de partida, no había más que hacerle caso, no había tiempo para despedidas, ni para saludar a los amigos, es que él no entendía, su espíritu era tan débil al lado de ella. Se fue hacia el armario, empezó a empacar, de repente, ella habló: ¿Qué haces? Deja eso, no debes llevar nada, sea lo que sea, no tiene valor a donde vamos. Él le contestó con un hilo de voz: Pero ¿Qué pasará con mis pertenencias? No te preocupes -le dijo- alguien más se encargará. Finalizando aquello, se acercó a él, con rapidez lo tomó de la mano, y al igual que el humo de un cigarrillo que se apaga, desaparecieron. De golpe, el cuarto se llenó de luz, por la puerta entraron los médicos, lo llenaron de cables, los choques eléctricos no movían un sólo músculo de su cuerpo. Fueron 10 minutos de tensión, pero nada, entraron sus amigos y familiares. Miraban el cuerpo, que era débil y delgado, pero seguido de lllanto, sólo les quedó la aceptación: y es que la enfermedad pudo más. Su mejor amigo sólo alcanzó a decir: Ya no pudo soportar, luchaba en una batalla a muerte, y no vale pensarlo demasiado, ella ganó y se lo llevó. No muy lejos, él observaba todo, había conseguido la oportunidad de ver esa escena, y ella, para tranquilizarlo, le habló: No debes ponerte así, aquí ya no hay porqué sufrir, si te sirve de consuelo, te diré que lo siento, yo sólo hago mi trabajo; pero míralo de este lado, ellos muy pronto te harán compañía... 13/02/2002

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