12 diciembre 2004

Día 25...

Su mirada era triste, vacía, sin vida, sin esperanzas. El destino lo había dotado de un cuerpo sin alma. Un cascarón que sólo era un envase para lo que transportaba en su interior y que era lo que más odiaba: la vida. Se levantó, pasó caminando frente al espejo de su cuarto y se detuvo a mirarse. Por un instante, creyó ver en su espalda aquellas alas blancas, radiantes e inmaculadas bajo la luz del sol. Extrañaba volar, extrañaba el sol, la lluvia, el viento en la cara. Cerró los ojos y lloró; ¡Qué triste! ¡Hace cuánto no lloraba! Aún así, no se alegró, ya que no eran lágrimas de sus ojos las que caían; el cielo se abrió, y lloró por él. Se despertó mojado, era tiempo de marcharse, desplegó sus alas, negras como la vastedad del universo; las batió y se elevó en la noche, como un espíritu silbante. Detonaba dolor, detonaba tristeza, y todo por la distancia que le separaba de su redención, de ése ser que le daría la salvación a su alma. Aún así rió de buena gana, quizás irónicamente; sabía que lo de él era irremediable, caer del cielo no era tan doloroso, como lo era sobrevivir al impacto... 10/02/2002

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