12 diciembre 2004

Día 26...

Al calor que desprende una chimenea, cuya vida crepita afanosa, entre las esquinas polvorientas de una casa abandonada, descansan dos cuerpos hieráticos, hombre y mujer, en silencio, aferrando sus almas mutuamente con la yema de los dedos. Aún así, a pesar de los esfuerzos de la llama protectora, el frío se introduce con el paso del tiempo, congelando sus huesos, y un matiz lívido y violeta crece incesante en la boca de sus manos. Las pupilas de ambos, abiertas a un vacío de penumbra, se miran mutuamente con un brillo de amor en la llama de la hoguera, sin cerrarse ni un punto, vigilando al acecho del frío que les persigue.

Ella aún ve en el corazón de aquel hombre misterios en silencios que jamás se despertaron, y a cada momento que pasa, con cada llama que se apaga en sus ojos, aquella mirada se pierde en el recuerdo como un extraño que te reconoce desde el espejo. Él se adentra temeroso a un abismo de lobreguez inmensa, mira dos ventanas que aún cerradas parecen abiertas, pero son vidrios opacos, cuyas lágrimas naufragan en el mar de su corazón.

Y allí, entre la oquedad mutua de sus almas, vacío oscuro de la habitación, permanecen como dos cuerpos sin vida, esperando a que la llama se apague, pues la llama es el amor que los aferra y tras ella, la vida (más muerte ahora) ahoga sus miradas en el olvido, para siempre...

Tú mujer, que ni siquiera has derramado una sola lágrima por su tormento, lágrima que hubiera saciado su alma sedienta de amor, ni abriste tus alas para dar cobijo a su cuerpo, nada; tú espíritu, frío y sin luz, igual que los ojos que te miraban y que aún lloran por ti; nunca conseguirás alzar tus plumas al viento, las alas son aquellos cadáveres de vidas desprendidas por el hastío de su prisión, el amor. Sé que me despreciarás eternamente movida por tu oscuro deseo, esa fatal indecisión infantil, mientras yo te este mirando con mis ojos de estatua, fijos en el vacío de esta, nuestra habitación, un mundo cautivo sin nada ni nadie que lo habite. ¡Ah! Más solo yo me hago daño con estas palabras, movido por un ansia de arrebato; jamás estuve tan solo como cuando estuve a tu lado.

Ya no hay cura para las heridas de esos cuerpos que miras con desprecio; te diré por fin, ahora que nuestras almas vuelan libres, aquellos silencios nunca antes nombrados; el poeta al que un día tú dijiste querer esta acariciando su mano y la mujer de la que un día yo me enamoré es aquella que descansa a su lado. Atrévete a mirar esos dos cuerpos, pues ellos son las huellas del pasado... 03/02/2002


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